domingo, 5 de febrero de 2012

Érase una vez en mi país...

A propósito de la muerte de Felipe Camiroaga… ¿se han fijado en los billetes de su bolsillo? Mistral, Bello, Carrera… todos muertos. ¿Se han detenido a leer los nombres de algunas calles?  Santo Domingo, Santiago Severín, Almirante Riveros… muertos. ¿Las estatuas de iglesias y plazas? Prat, los apóstoles… también, todos muertos. Vivimos en un país con animitas en las carreteras; que hace más de treinta años llora a los muertos del ´73 (pasarán ochenta más y todavía vegetaremos en lo mismo); que tiene un día feriado para recordar a los muertos en el Iquique de 1810; que genera polémica por la muerte del General que alguna vez fue Presidente; y que le pone a un estadio el nombre de un famoso comentarista deportivo… que también está muerto.

Y nunca los dejarán morir.

Vivimos en un Halloween permanente, sin máscaras ni dulces. Lloramos a nuestros muertos con respeto y los elogiamos hasta el hastío, pero con osadía desafiamos la muerte a diario, manejando ebrios o agarrándonos a balazos en protestas y marchas. Nuestros libros de Historia nos recuerdan a los que murieron por nosotros aunque nunca lo pedimos, y las raydas paredes de las ciudad nos refriegan  (anti) “héroes” de cuestionable reputación sacrificándose por supuestas causas sociales.

¿Chile venera a los zombies, o es simple miedo a la muerte? Es extraño que después de morir te rindan tributo, cuando en vida, en una de esas, te dan las gracias. Me imagino la cara de Jesús al ver a miles de cristianos siguiendo sus enseñanzas, y cuando vivía lo único que querían era crucificarlo. Y es curioso, que la muerte de alguien te recuerde que debes usar el cinturón, que no deberías beber ni fumar tanto y/o que llegues temprano a tu casa.

Mientras tanto, la vida sigue. Me siento en el sillón y escucho las canciones de Kurt Cobain, uno de mis cantantes favoritos… que también está muerto. 

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